Se cuenta que en el barrio de Victoria hubo una explosión de venta canina allá por los años ochenta. No se sabe si es porque llegó la moda desde otros pagos como Vicente López o tal vez más allá de Belgrano, pero en definitiva la población de estos animales creció enormemente. Otros dicen que se popularizó tener perros para largárselos a las minas. Resulta que con tanto perro por doquier, la industria del alimento balanceado comenzó a crecer junto con otros mercados periféricos, como el psicoanálisis. Las amas de casa no estaban preparadas para maniobrar en conjunto con el nuevo integrante hogareño, por lo que debían tomar medidas. Así fue que cerca del año 84 se realizó una convención para discutir la temática. Claro que como era de suponerse, las señoras se quedaron contando chismes y ventilando asuntos privados de sus maridos y no se logró tomar una resolución hasta que se celebró el SEPVQHP, o sea el “Segundo Encuentro Para Ver Que Hacemos con los Perros” en el año 86. Finalmente una señora propuso que “ya que el perro es como de la familia, tratémoslo como a un hijo”. Y entonces determinaron mandar a sus perros fuera de su casa, para seguir con la armonía familiar de mantener los miembros lejos entre sí. Aunque no lo sepamos, es por eso que al marido se lo hace trabajar, al nene lo mandan al colegio doble turno y a la nena a estudiar danzas árabes. Así nació entonces una tarea nueva para el vago atorrante de Victoria; la del paseador de perros. Primeramente la actividad se vio concentrada en un sólo y valiente joven; el Cacho.
Todas las mañanas, a eso de las 11.37 pasaba Cacho en bicicleta a recolectar a sus mascotas amigas cual bus escolar. Casa por casa iba acumulando perro y perro hasta que formaba una masa peluda caminante que cualquiera que lo veía desde afuera creía que tenía vida propia. Lo que pasa es que Cacho no se afeitaba.
Y así estuvo Cacho dos o tres meses paseando las mascotas felizmente, siendo odiado por barrenderos y recolectores de basura, gente que paseaba por las plazas con carros de bebé y gatos.
El problema de Cacho –como el de casi todos nosotros- fue que se enamoró. Para conquistar a su amada, se propuso mejorar y tal vez hasta sacarse la barba. Y para mejorar necesitaba más dinero, él quería perfeccionarse en el arte de la filosofía y la pintura y tal vez hasta dar matemáticas que le había quedado previa. Para obtener más dinero, quiso incrementar la frecuencia de sus paseos de perros. Entonces propuso al comité de amas de casa hacer dos paseos diarios a sus mascotas. El Comité (la señora de Gómez Herrera estaba al mando ese día) aceptó y hasta le ofreció 3 o 4 turnos diarios. Cacho, ahora bajo el amparo de la ley, comenzó a salir a pasear perros en distintos horarios.
Al cabo una semana, el negocio comenzó a declinar. Y es que Cacho desesperado por realizar su trabajo rápidamente empezó a repartir los perros aleatoria e impunemente. Por ejemplo a Marta dueña de un Terrier, el lunes le tocó un Maltés, el martes un Caniche y el Jueves un San Bernardo. A la petisa Tina, el miércoles le encajó un Doberman y un Dogo porque no recordaba de quienes eran.
Las quejas no tardaron en hacerse oír, pero Cacho había juntado el dinero suficiente como para poder retirarse sin tener remordimientos por más que le pesara la expulsión del Comité de Amas de Casa como miembro honorario.
En unos días la situación se descontroló y las amas de casa estuvieron histéricas, pero gracias a la rentabilidad y propaganda que había hecho Cacho del oficio, la profesión creció, justo, cuando empezó a dejar de estar de moda tener perro en casa. (Parece que la nueva tendencia era tener lagartijas en peceras).
De Cacho nunca se supo más nada. Algunos dicen que perdió toda la plata el mismo día que lo echaron en el casino de Tigre porque le jugó todo al 17 en la ruleta. Pero nosotros no creemos esa versión. Nosotros creemos las versiones que dicen que hizo un curso de origami -del cual lo echaron por mala conducta-, pero donde aprendió a hacer una rosa en papel, con la que pudo finalmente, conquistar a su amada.
